La primera cuestión que nos debemos plantear para defender la democratización de la Red es su propio acceso. Cuando hablamos de la «brecha digital» o del «analfabetismo funcional» que se desarrolla en aquellas personas que no están en la Red, asistimos a un debate sobre la diferencia entre quienes participan y son usuarios de Internet y quienes se mantienen al margen. Pero el verdadero debate es previo. ¿Podemos todas y todos acceder a la Red? Pagando sí. Y salvo una especie de política asistencial de centros sociales interconectados y algunas wi-fi gratuitas de pequeña escala de nivel público y privado hoy no tenemos la posibilidad real de participar de manera gratuita en la Red.
Si somos conscientes de que la Red es y será el mayor instrumento de información y comunicación de los habitantes del planeta debemos considerar que la infraestructura que lo hace posible debe tener la consideración de servicio público esencial. Un servicio tan necesario o más que lo que puedan ser las carreteras. Yo diría que mucho más porque nos desplazamos infinitamente más desde Internet que en vehículo, ya sea público o privado. Hoy tenemos el derecho a circular por todo el territorio del Estado en coche y hacerlo sin pagar un euro. Eso sí, si queremos viajar más cómodo, más rápido, más seguro y utilizar mejor nuestro tiempo de viaje pagaremos por el uso de una autopista de peaje. Lo haremos si tenemos dinero o si creemos que la inversión merece la pena por muchos conceptos. ¿Cuál sería nuestra respuesta si nos dijeran que a partir de ahora para ir de una ciudad a otra inevitablemente tenemos que pagar peaje? Habría una verdadera revuelta popular por tener que pagar lo que todos consideramos que es un servicio público básico como es el transporte. Pues bien, con la Red nos cabe el mismo y contundente argumento.
El uso básico de la Red debe ser gratuito si de verdad queremos que comience a ser democrático. Plantearnos metas más amplias sin consolidar esta reflexión como una cuestión de principio sería hacer dejación de un derecho que nos corresponde y que no debe dar por sentado el pago obligatorio para navegar por la Red. Otra cosa es que el uso básico de la misma se transforme en negocio, uso abusivo o queramos ir a velocidad más elevada que la que permite la «carretera». Entonces sí nos puede interesar pagar por una autopista de peaje en la Red y navegar en paralelo con quienes deciden utilizar aquella de manera gratuita pero con menos prestaciones de autopista «Premium».
Decía Antonio Gala que el amor es eterno mientras dura. En la Red, con la Red, todos podemos ser eternos… mientras dure. La posibilidad de que nuestra historia, nuestras vivencias y nuestras actividades de todo tipo circulen libremente a través de Internet nos ofrece una pequeña dosis de ese Grial añorado en forma de perenne existencia. Y eso con sus ventajas e inconvenientes. Sin duda muchas más las primeras, en todo caso, que los segundos. Siempre, eso sí, en función del uso indebido que tengan.
Hoy la aplicación de las nuevas tecnologías a los aspectos más cotidianos de nuestra vida es casi infinita. Sin duda lo profesional, como es lógico, ocupa el primer lugar de desarrollo de estas utilidades. Pero también en lo personal y lo lúdico encontramos excelentes ejemplos de lo señalado, algunos muy avanzados como las redes sociales en Internet y el ocio a través del hogar, las videoconsolas etc., otros más retrasados como el deporte profesional, que se resiste a estos cambios. El uso de las propias imágenes del partido para rectificar decisiones como en el fútbol americano, constituye un sencillo pero eficaz ejemplo, siempre que las comprobaciones de las imágenes, ya sea en el deporte como en la vida, garanticen un mínimo de neutralidad. La precipitación aquí nos puede llevar a errores de graves consecuencias como los que podrían haber padecido los cinco bomberos catalanes confundidos con supuestos terroristas en Francia. Volviendo a terrenos menos dramáticos, tenemos la aplicación en el tenis profesional del llamado «ojo de halcón» (Hawk-Eye). Éste, con un componente más sofisticado desde el punto de vista tecnológico, se ayuda de la ley de probabilidades usando un conjunto de cámaras para ajustar al máximo el lugar más probable donde botó la pelota. En todo caso, resulta curioso comprobar la enorme resistencia de las jerarquías del deporte profesional a aplicar dispositivos aparentemente tan sencillos como éstos para garantizar una mejor justicia en la valoración de determinadas jugadas. En cambio parece más fácil poner dos nuevos jueces de línea (en este caso de gol) para que un partido de fútbol sea arbitrado por ¡5! personas. El problema de fondo en el fútbol es que la reparación de las posibles injusticias se aplican habitualmente con posterioridad al error de la propia justicia, es decir de los árbitros. Que los comités respectivos retiren tarjetas o castiguen a algunos colegiados no solucionará nunca ni retrotraerá a la situación que provocó el error para evitar que el mismo se consagre en el campo de fútbol de forma irreparable en forma de un resultado injusto como consecuencia del mencionado error. Y todo ello sin hablar del correspondiente incremento de gasto económico que conlleva el desplazamiento y pago de dos nuevos árbitros.
Por lo que respecta a la interrelación de las nuevas tecnologías con la actividad política, son muchas y variadas las perspectivas comunes que comparten tanto desde el punto de vista técnico como funcional. Su uso está dejando de ser una noticia para convertir en «normal lo que ya es normal a nivel de calle» como señalaba el expresidente del Gobierno Adolfo Suárez.
Sin embargo esta relación pasional tan cercana entre política y Red que se establece con el corazón no tiene su correspondencia cerebral y racional entre la propia Red y el concepto más amplio de democracia. Hoy en día están más avanzadas las aplicaciones reales y la utilización efectiva de la Red en cualquier otra disciplina que en el ejercicio de la participación democrática.
Es verdad que hoy nuestros representantes votan con botones y nos demuestran que como humanos se pueden equivocar igual pero mucho más rápidamente. Es verdad que hoy no se puede concebir una campaña electoral o comunicacional en el ámbito político sin contar con la Red o su versión para la Red. Es cierto que la proliferación de blogs y herramientas de comunicación social permite una mayor interactividad con la política y los políticos. Incluso es cierto que en España estamos en una fase prehistórica de inicio de pruebas del voto electrónico sin papeleta en las elecciones. Pero todo eso no garantiza en sí mismo una mayor y mejor democracia aunque sí una mayor y mejor información. Para que haya democracia debe haber libertad y por lo tanto información libre. Pero para ejercer la democracia es imprescindible la participación que llega cuando hay libertad e información. La participación sin democracia es movilización. Y la movilización con democracia es participación y lleva a la democracia plena.
Pues bien, creo que es en éste último aspecto en el que las carencias de relación entre la Red y las reglas del sistema democrático no se han desarrollado. ¿Por qué? Creo que no le interesa al poder el poder de la Red.
Han puesto en nuestras manos un arma de comunicación masiva que puede volverse contra el poder y los poderes reales de nuestra sociedad. Quieren que nos entretengamos y, sobre todo, consumamos. Pero sólo hasta allí. Nos pueden facilitar la comunicación con la administración y convertir la unidireccionalidad de la Red hacia la persona en una bidireccionalidad, pero no en una interrelación y mucho menos en una participación.
Pueden contar nuestros votos pero no contar con nuestros votos. Las pruebas en las que está iniciándose nuestro país por lo que respecta al voto electrónico son un buen indicador de la situación de retraso en la que nos encontramos. Es cierto que la prudencia y la salvaguarda de los derechos fundamentales deben estar muy presentes en cada paso que avanzamos en ese sentido. Pero también es verdad que países emergentes en democracia, como en el caso de Latinoamérica, nos llevan un serio adelanto técnico, que no democrático. Pero éste no es el debate de fondo ni de futuro para una democracia plena que cuente en y con la Red.
La situación actual de la relación entre política y Red nos lleva a una desgraciada repetición del deficiente funcionamiento de nuestro actual sistema democrático. La participación institucional desde dentro del sistema a través de las elecciones encuentra una notable resistencia consentida, deseada desde el propio sistema, de un núcleo muy importante de detractores del propio sistema que no participan de él. Esto, junto a un sistema electoral desequilibrado y falsamente proporcional, como el que existe en España, permite que los dos partidos mayoritarios se beneficien de quienes se autoexcluyen del sistema y se sitúan en un plano marginal. Salvo grandes turbulencias como las acontecidas el 11-M o escenarios de una gran polaridad, la movilización al voto tradicional mantiene un amplio grupo de abstencionistas, que si participaran, podrían cambiar y determinar el resultado de la mayoría de las consultas. En la Red se repite este esquema. Quizás sea el resultado lógico, fruto de que la Red es un reflejo fiel de la sociedad; pero sí que puede y debe ser de otra manera si hay voluntad de caminar hacia un escenario de democracia plena.
Este defecto de marginalidad que se produce en el sistema democrático tradicional se repite en la Red. Ésta se ha consagrado para muchos como un espacio «alternativo» de comunicación y participación. Hasta el punto de que el concepto de alternativa se ha transformado en marginalidad de una parte importante de la propia Red, que ve con recelo todo aquello que proviene de la no Red como una invasión que les agrede en su «territorio marcado». Como si la Red fuera suya, caen en la propia trampa de los mismos poderes que controlan lo que está fuera y dentro de la misma. Quieren y pueden consentir una Red para «Redícolas», pero ven con miedo y casi pavor que esta nueva especie de «Redícolas» se adueñen del sistema, ya que tienen, casi sin saberlo, armas y víveres suficientes para hacerlo.
Mientras, las batallas entre unos y otros quedan reducidas a pequeños aunque importantes choques que se limitan a los derechos de comunicación, transmisión y libertad de información y contenidos que se dan a través de las páginas de descarga directa, las redes P2P y el debate sobre derechos y el monopolio que sobre la gestión de los mismos quiere ostentar la Sociedad General de Autores. Mi opinión personal, que no política (esa le corresponde a IU y allí el debate sigue muy vivo entre unos y otros), está al lado de los primeros, es decir de la Red y su libertad de difusión y transferencias no lucrativas entre particulares. Cuando salga a la luz este libro estaremos inmersos en el debate parlamentario de la llamada «Ley Sinde», que posibilitará el cierre no judicial de páginas web. Puede ser un buen momento de añadir a la oposición y crítica a esta propuesta una reflexión de fondo sobre el acceso a la Red. En todo caso, el «Manifiesto en defensa de los derechos fundamentales en Internet» puede ser un instrumento necesario, aunque no suficiente, en relación a la tesis que se defiende en este texto.
Por eso la batalla no es entre creadores y usuarios. Es entre ciudadanos y poder. Entre derechos e impedimentos. La perspectiva de confrontación entre «Redícolas» y «Terrícolas» es muy atractiva para el propio sistema. Desvía la atención y los problemas y no exige una democratización más participativa que recorra transversalmente la sociedad. Es mucho más útil que nuestros jóvenes se mantengan entrelazados y aislados en un cúmulo de redes sociales, impronunciables para aquellos que ya han cumplido los 50, a que activen ese poder para intervenir en el mundo de los «Terrícolas» y se puedan unir a ellos.
Yo no tengo activo un perfil en Facebook ni utilizo Twitter. Ni siquiera tengo un Blog. Me haría falta dedicación personal y cierto mimo, en forma de tiempo, para comunicar hechos transcendentes o no de mi vida a terceras personas. No es necesario dominar la mecánica del automóvil para ser un buen conductor. De la misma manera una persona puede ser un buen usuario de ordenador sin tener ni idea de programación. Hoy es posible la navegación por la Red y la utilización de sus enormes recursos sin tener que estar presente en todos los campos que se activan y difunden cada día. No se trata de saber estar a la moda vistiendo como un adolescente, sino de saber llevar la ropa adecuada a nuestro propio estilo. Se trata, en definitiva, de que todos sepan y quieran desarrollar, con su capacidad y usos, una herramienta que nos puede hacer más libres. Recordemos las movilizaciones tras los atentados del 11-M en Madrid. Allí estaban juntos los mayores que escuchaban la radio y los jóvenes que se mandaban mensajes con el teléfono o asistían estupefactos a la movilización que se activaba desde la Red. Y cambió algo. Cambió mucho o poco. Pero el cambio de aquellos días unificó por primera vez en la historia reciente de este país a «Redícolas» y «Terrícolas», que fueron a participar juntos de nuestro veterano sistema democrático para derrotar al Partido Popular. Y lo lograron.
Por eso lo importante es la participación real, que se convierte en real cuanto más global es la misma. Y no nos engañemos, hoy tenemos más y mejores medios para hacerla posible. Si podemos tener nuestro DNI electrónico, hacer todo tipo de compras por Internet y presentar nuestra declaración de la Renta. ¿Qué problemas hay para poder votar y participar más activamente en nuestra democracia? Nos dirán que los problemas técnicos no permiten garantizar al cien por cien el secreto de nuestro voto. ¿Pero esto es un problema técnico o una excusa tecnológica? ¿No será que el «gran hermano» al que debemos temer es el miedo del propio «gran hermano» para dejar de serlo?
Les propongo un reto teóricamente atrevido. En el sistema electoral tradicional se consagra a través de la Constitución el derecho al secreto del voto. Esta medida, lógica en cualquier sistema democrático, tiene todo el valor de defender la libertad de opción frente al temor en la influencia de esa decisión libre y personal de poderes que bajo influencia o coacción pretendieran pervertir la propia democracia. Ahora bien, en la medida en que los sistemas democráticos maduran y la libertad ha ido ganando terreno, las personas comienzan a hacer dejación de algunos de sus derechos ya que su libertad es mucho mayor que el temor que creen pueden percibir al ejercer su voto. Como consecuencia de ello, cada vez más personas se limitan a recoger la papeleta de voto de una mesa enorme en la que están disponibles y a la vista de todo el mundo todas las opciones electorales. Hasta tal punto que el mejor test del resultado electoral que se puede hacer el día de las elecciones lo pueden ofrecer los miembros de las mesas electorales y los apoderados que observan con alegría o preocupación cómo se mueven los montones de sus papeletas. Pues bien, imaginemos que podemos tener la opción de renunciar al secreto de voto a cambio de ser dueños y gestores de nuestro voto. Es decir que podemos, incluso, retirar nuestro voto a una opción en función del comportamiento futuro que está teniendo ese valor en la «bolsa» de la política y las instituciones. ¿No creen que muchas personas estarían dispuestas a renunciar a ese secreto de su voto si a cambio son más dueños de su voto? Le dejo la respuesta a cada lector. Y la crítica a semejante atrevimiento teórico, por supuesto. Pero no me negarán un cierto atractivo casi tentador a la propuesta. ¿Tentador para todos? Menos, posiblemente, para los principales actores de la política tradicional que podrían ver peligrar algunos de los cimientos del actual sistema.
Creo que el actual sistema electoral puede y debe complementarse, a medio plazo al menos, con una verdadera participación que nos acerque a la democracia plena. La posibilidad de articular referéndums y consultas en todos los ámbitos territoriales y la capacidad de intervenir antes, durante y después de las actuaciones en todos los niveles de la política, nos lleva a un escenario más posible que quimérico. Y no se trata de sustituir la política y las instituciones por la «ciberpolítica». Creo que ambos conceptos son compatibles, y en la medida en que los compaginemos y llevemos a la práctica, será posible ejercer la democracia plena en libertad. Pero tampoco puede convertirse la Red en el «juego» para la política. Es necesario superar la etapa de los blogs, Youtubes, Facebooks, Twitters, Tuentis y otras herramientas muy útiles para comunicarnos y construir un nuevo escenario cualitativa y cuantitativamente diferente. No sólo para estar informados, divertirnos y consumir, sino para participar y decidir.
Empezábamos hace unas páginas desde el cero negativo, la derrota del PP, la victoria del PSOE y la rebaja en el resultado de IU. Pero los hechos arrojan otra lectura de una relevancia fundamental. Gaspar Llamazares pasó a ser un líder conocido y reconocido. La minoría de Zapatero en el parlamento hizo que el protagonismo institucional y social de Gaspar Llamazares valorase su posición determinante para influir y decidir en la nueva línea política del Gobierno. En aquel momento finalizaba una etapa que se iniciaba el año 2000 desde el cero negativo para llegar en el año 2004 al inicio de una nueva carrera que culminaría en una fecha muy especial. El 9 de marzo de 2008. En ese margen de tiempo se desarrolló uno de los proyectos más interesantes desde el punto de vista de la comunicación electoral. Algunos resultados o consecuencias los vivimos aún en el presente, pero la experiencia no sólo mereció la pena sino que constituye una de las vivencias más apasionantes desde el punto de vista personal y profesional. Sirvan las mismas para explicar, que no justificar, el trabajo y sus resultados. Lo que hicimos y lo que no nos atrevimos a hacer. Pero sobre todo lo que podemos y debemos hacer para construir nuestro propio futuro con más participación para tener así más libertad y más democracia.